Qué suerte la mía,
estar tan perdido y
volver a perder…
J.A.J
Tengo, vamos a ver. Tengo una épica dividida en tres actos tragicómicos cuasi ridículos sin final. Está plagada de anécdotas varias: lugares, fechas, música para hacer el amor, años vividos y por vivir y mucho disfrute lúdico. Una pizca de hedonismo y un par de ritos pre-apareamiento rebosantes de extasiada sensualidad, dignos de una fantasía erótica universal. Eso sí, nada de sexo.
- Te sorprendería la cantidad de personas que no tiene ni conoce nada de eso, me dice una amiga.
Pero su aseveración no contiene mi angustia e incluso me suena a anodina conformidad revestida de consuelo. Ironicemos, en dado caso. Que nos vimos por vez primera hace casi 10 años, pero nunca nos conocimos hasta ahora. “Ojalá te hubiera conocido antes”…ojalá no.
Deliberemos, pues. Que lo que te orillo a llamarme fue la melancolía. Si había y mucha: de la intensa, de la que carcome y te asalta furtiva pero certera. Me la traspasaste todita (como por ósmosis) en cada uno de los abrazos largos y apretujados que nos envolvieron en este brevísimo idilio. Nos confabulamos a tal punto que optamos deliberadamente por hundirnos, sin reparaciones, en esta farsa.
Los primeros días no quise saber nada que ensuciase nuestro momento, enmarañando lo ya de por sí improbable, pero no tardé en sucumbir a la odiosa curiosidad. No bastaron las indirectas canalizadas en las joyas de acetato y sinfonola que, una a una, arraigaban el silencio ensordecedor que me impedía aceptar lo evidente. Esta vez opté por la crudeza de lo literal, harta estaba de la metáfora con tintes opiáceos siempre tan ambigua.
Tus palabras inundaron mis oídos cual inclemente ráfaga sonora y se apoderaron de aquel silencio largo e indecente que terminó encinto por un profundo suspiro (mío, si no mal recuerdo). Los días siguientes me enfrasqué en la búsqueda frenética de nuestra historia supuestamente profetizada en novela. Recorrí decenas de librerías de viejo a lo largo y ancho de la ciudad y no la encontré. Debí llevármela cuando lo insinuaste, pero en aquél momento no necesitaba souvenirs de un viaje que, según yo, estaba empezando.
Y tal como ritualicé el tour por las librerías, lo hice con un singular itinerario que, de vez en cuando aún sigo. Me contento con recorrer los lugares en los que estuvimos juntos, encontrarme con algunos de tus conocidos que te nombran con esa familiaridad con la que yo nunca te nombraría. Me pongo nerviosa si me preguntan por ti o sales a la luz en alguna plática ocasional, ¿qué se supone que debo decir si alguno pregunta dónde nos conocimos?. No soportaría la condescendencia en la mirada de los que saben que soy una eventualidad en tu vida, mucho menos si aquella mirada fuese consensuada. Tampoco me gustaría nadita que menospreciaran nuestra historia, que si bien no es de las que se escriben en cursivas sobre pergaminos perfumados y adocenados, tiene el encanto genuino de las que se escriben con la fortuita espontaneidad de lo que va “sucediendo” sin guiones predeterminados o escenarios forzados.
Y me acuerdo de nuestros escenarios con una claridad escalofriante, como la ocasión en que aleatoriamente nos encontramos en El Fósforo. Llegué dispuesta a disfrutar por segunda vez aquella película de Von Trier que me gusta mucho y te encontré en la penúltima fila disfrutando de una paleta con singular alegría, imagen que provocó en mí una especie de beneplácito que no puedo ni es menester explicar. Basta con mencionar, que no dejan de sorprenderme las cosas tan simples que logran captar mi atención y estimular la avalancha trepidante de la atracción, tan llena de sudor y malestar estomacal en mi caso.
Traté de controlar el ímpetu de la tripa y te saludé. Me invitaste a sentarme junto a ti y comentamos generalidades de la película antes de que iniciara. Disfrutamos las casi 3 horas de duración, sin chistar. Terminada la tragedia griega, me hiciste una invitación a un pintoresco café manejado por 2 adultas mayores poseedoras de un bello carácter y gran amabilidad. Ya en la embriaguez provocada por el café o qué se yo, comentamos tantas cosas…me hablaste de “Graffitti”, te hablé de “La Migala” y te mencioné una idea que me asaltó de repente para un cortometraje. Me sentí orgullosa del contenido de nuestra plática y de las reflexiones banqueteras que surgieron a continuación, matizando la resolución de la hermosa postal de este recuerdo.
Lo que no entendí fue que me enamoré de ti. Ahora lo sé, te quise profundamente. Llegué a casa y escuché durante horas una canción que coronó la inmensidad de lo que sentí. Fui feliz, tan feliz que dudo que me hayan perdonado realmente los muertos de mi felicidad. Y te la voy a cantar, aunque no quieras. Estrofa por estrofa y haciendo énfasis en cada acorde que, dolorosamente, queda tan acorde a nuestra historia…no a ésta tan inmediata, si no a la general, a la de vida.
Desde el principio, tu ritual de cortejo dubitativo me infundió confianza. Tu presencia intangible llenó espacios entrópicos que necesitaban ser llenados, ocupaba mis pensamientos monopolizando mi atención y extrayéndome de todo lo demás. Me recordaste todo lo que no tengo que hacer y sigo haciendo, pero sobre todo me ubicaste frente a mi resistencia a los otros, reflejada en tontos mecanismos de defensa y eternas elucubraciones sin sentido.
Tal vez por ello, te extraño de una manera en la que no había extrañado antes. No extraño tu presencia porque es algo a lo que no estoy acostumbrada. No extraño esas minucias propias de la convivencia diaria, que sólo se conocen en el común denominador de todos los días, o esas manías tan tuyas que me están vedadas por el desconocimiento de tu persona…si acaso, la única manía que pude conocerte, fue aquel hábito tan desagradable para muchos: te muerdes las uñas. Con verdadero ahínco, como si se te fuese la vida en ello. Nunca había salido con alguien que lo hiciera y, si bien no es algo que me haya desagradado, si me perturbó un poco. La desesperación vertida en semejante práctica, me hizo verme reflejada inevitablemente: tengo el mismo hábito que tú. ¿Coincidencia? Seguro…la vida está llena de ellas, no tienen nada de especial.
La gente sobreestima las coincidencias y labra esperanzas ridículas en ellas. ¿Qué tiene de especial que fuimos a la misma escuela y nos juntábamos en la misma banca (claro, con más de 5 generaciones de diferencia) o que nos hayamos puesto nuestra primera borrachera en el mismo lugar o que nos rasquemos en el mismo jodido lugar del cuerpo? Nada…son placebos para conformes. Por eso la sensación de plenitud tan tramposa como placentera nos acompañaba mientras estábamos juntos. Estábamos nosotros, “nuestro happy togheter”, nuestras diminutas píldoras de azúcar azuzadas un tanto por Billie Holiday, otro tanto por Screamin’ Jay Hawkins y en los mejores momentos con Óscar Chávez, Bienvenido Granda y Nina Simone.
Sin más, desperté un día y me negué a continuar la farsa de la autocompasión, cosa rara siendo algo tan necesariamente absurdo en el continuum de mi verité film. Tu imperativo monólogo de despedida me vino a dar la justificación perfecta a consagrar este épico final que da para escribir un “lo que sea que esto sea”.
Cuidado: deprimidos en proceso de de-construcción, cada quién por su parte y cada cual con sus respectivas melancolías (así en plural, así por separado). Habrá cosas que se ajusten en la marcha, una que otra culpa expiada sin necesidad alguna. Por mi parte, nada de ahogarse en un cartón de Tijuanas. Ya no te espero. No te busco más en mis pasos en reversa y, aquellos sueños que necesitaban ser atrapados por telas vaporosas que hacen de mosquiteros, se corrieron obscenamente como el rímel en mi cara después de las largas e intensas sesiones de llanto. No más Nostalgia de Tarkovsky ni Nosferatu de Herzog, ni edificios viejos que guarden lastimosos el eco de tu voz. Eso sí, sigo preguntando eventualmente por el triste domingo. Hasta el próximo gloomy sunday.
No hay comentarios:
Publicar un comentario